Una vida “así” no tiene sentido



El activismo frenético en el que vivimos puede llegar a ser un verdadero obstáculo para encontrarnos con nosotros mismos y con Dios. Nuestros días se vuelven una repetición mecánica y rutinaria de acciones, horarios, hábitos, autobuses, rutas y ritos. El hecho de repetirlos sin ningún tipo de reflexión consigue que los hagamos tan nuestros que ni siquiera nos preguntamos cómo o cuándo comenzamos a vivir de “así”. Según la inercia aprendida, inauguramos la rutina del día: el baño, la ropa, el desayuno, mal humor unido a una sensación de pesadez y hartura... Aun cuando esto depende de la infinidad de temperamentos y del mayor o menor grado de neurosis personales, las variaciones francamente no son significativas. Las mujeres cuidarán su maquillaje, la combinación de colores de su ropa, tal vez el tipo de peinado. ¡Los hombres ni eso! Lo triste es que nos olvidamos de cuidar nuestro “Yo” más profundo de modo tal que nos permita estar a gusto con nosotros mismos y que seamos quien estamos llamados a ser.
Con una vida “así” no será extraño que nos lamentemos de las cosas que no funcionan como nosotros quisiéramos y culpamos a quien está a nuestro lado. Si la señora no durmió bien, comenzará el día atosigando al marido con el eterno reclamo de más dinero, más atención o acusando a los hijos que no la obedecen. Si el marido tiene problemas en el trabajo, se vengará con su mujer o ignorándola o haciéndole ver lo sucia que está la casa, lo gorda que se está poniendo, lo mal que está educando a los hijos, lo mucho que gasta... Ninguno se deja, ambos quieren tener la razón y discuten por lo que sea ¡qué más da! Envidiamos el coche del vecino, nos quejamos del tráfico, del ruido o del autobús que no pasa; si soy peatón, lamentaré la desconsideración del “otro” que va al volante del carro que casi me atropella; si yo soy quien va conduciendo, sonaré estridentemente el claxon e insultaré a los “otros” que atraviesan las calles con imprudencia.
Obviamente, nuestro descontento dependerá del papel que estemos viviendo: o insulto a la mujer que maneja o humillo al pobre agente de tránsito que intenta cumplir su deber. Si somos los hijos, nos quejaremos de los padres anticuados y autoritarios; si somos los padres, afirmaremos que los hijos son ingratos e incomprensivos. Es el marido quien no comprende a la esposa o ésta quien lo tiene harto con sus reclamos y exigencias… El jefe del trabajo es intransigente y déspota o los empleados son flojos e incompetentes. ¿Quién, en última instancia, tiene la razón? Todo dependerá del rol asumido y repetido casi instintivamente. Para colmo de males intentamos calmar esa sensación de frustración usando la tarjeta de crédito —aunque gastemos lo que no tenemos—, con la comida —aunque aumentemos de peso—, o con la bebida —aunque peleemos más con la pareja y los hijos—. Y “así”, no hemos hecho más que fortalecer la cadena del vacío, el hastío y la amargura.
El que mi vida tenga verdaderamente sentido dependerá del modo como asuma el reto de conocerme en lo más profundo de mí y hacer lo que debo para ser quien quiero ser. Consiste en aceptar que cada día tengo una oportunidad de vivir intensamente; que esto no es algo estático sino completamente dinámico y me invita a “ir siendo” y aceptar lo que Dios me va regalando con el paso de los días y los años. En este sentido, San Bernardo de Claraval nos advierte: « ¿Acaso debo alabarte cuando entregas toda tu vida y tu experiencia a la acción, sin reservar espacio alguno para la reflexión? En eso no te alabo. Ni creo que te alabe nadie que conozca la palabra de Salomón: ‘Quien limita su actividad alcanzará sabiduría’ (Sir 38,5)». Dar sentido y plenitud a la vida no significa egoísmo, aislamiento o cerrazón a los demás sino una grave responsabilidad y dedicación para responder con generosidad a los dones que Dios me ha dado. Quiere decir que, si me acepto como soy, intentaré ser mejor cada día y valoraré a las personas con quienes vivo con sano realismo y mayor misericordia. Se trata de vivir día a día, conforme a los dones de la vocación recibida, con una actitud humilde para reconocer con madurez las limitaciones propias en un proceso creciente de fe y esperanza en Dios y de caridad conmigo mismo y con los demás.

P. Jaime Emilio González Magaña, S. I.

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