María Socorro Pérez Coss y León, mcmi.
La vida religiosa, como carisma de y en la Iglesia, está llamada a comunicar a Cristo, siendo un signo positivo y esperanzador expresando y manifestando el amor de Dios en Cristo ante una sociedad que excluye y margina a los pobres, a los que «no son útiles», a los enfermos incurables, a las personas con problemas neuropsiquiátricos, en una palabra, en un mundo individualista en donde cada uno busca sólo su propio beneficio explotando y manipulando a los más vulnerables, en este mundo y para este mundo Jesús vino y continua viniendo para ofrecer y darnos la oportunidad de vivir en plenitud, para rescatar lo que estaba perdido, para participarnos de su ser Hijo del Padre y hermanos entre nosotros. Es en este mundo que el Espíritu Santo continua haciendo presente la misión de Cristo a través de los diferentes carimas, justo en este mundo que se empeña en vivir sin Dios, o, por lo menos, que da el mismo valor a toda experiencia religiosa, que pretende silenciar lo específico de Cristo, el salvador único y universal. Es aquí en dónde los seguidores de Jesús necesitamos expresar un estilo de vida diferente, ya sea que bebamos o comamos, buscando tan sólo la gloria de Dios (Cf. 1 Co 10,31), siendo signos tangibles que sin tener que dar explicación de «quiénes somos», en una época de la imagen, con sólo vernos las personas sepan para quien vivimos y a quien servimos.
En una ocasión hubo una reunión para religiosas, la mayoría portaba el hábito, era fácil reconocerlas, sin embargo, una de ellas vestía pantalón, a simple vista no parecía religiosa, nadie la discriminó pero tuvo que aclarar: «yo también soy como ellas». Me impresionó este hecho, y comencé a observar lo que sucede a nuestro alrededor, lo que piensan los que nos ven. En nuestro ámbito se escucha que el vestido no importa, que lo significativo es nuestra forma de vida. Por supuesto que el estilo de vida es sumamente importante, pero poco a poco hemos ido perdiendo nuestros signos externos y visibles, los hemos ido dejando porque se considera que «no son esenciales», o incluso, crean una barrera, y, si bien, a las personas con las que trabajamos y nos conocen, no son indispensables los signos para identificarnos, en un mundo que corre, en un mundo que no ve a nadie, cuando alguien pasa con hábito, sin hablar, sin decir nada, llama la atención y se sabe que esa persona dice pertencer a Cristo.
Decimos que no hay vocaciones, que a los jóvenes no les interesa la vida religiosa. Pero, ¿cuál vida religiosa? ¿nos dejamos ver? ¿estamos siendo significativos? Fuimos llamados para dar testimonio de Cristo, tenemos que decir lo que somos con nuestra vida y con nuestra presencia. La gente no quiere que lo callemos, las personas quieren que lo expresemos de manera concreta, quieren ver signos, y no me refiero sólo a lo exterior, sino que nuestra persona toda sea un signo, es mucho más fácil captar un mensaje en el que las palabras son confirmadas con algo sensible que no necesita explicación. Nuestra gente sencilla capta muy bien los signos, en nuestras culturas, el Evangelio fue aceptado en gran medida gracias a la Santísima Virgen de Guadalupe, estrella de la Evangelización.
Algunos dicen que no usan el hábito para no tener privilegios, y en este sentido tienen razón, porque no se trata de obtener prestigio, ni de protección o separación del «mundo»”, sino todo lo contrario, se trata de insertarnos en la realidad como un signo visible de consagración y pobreza atrayente, de disponibilidad benévola y alegre, pronta a la escucha y a la ayuda de quien lo necesite, siendo un signo sobre la tierra del amor de Dios en Cristo. Nuestra gente no quiere que silenciemos el amor, no quiere que ocultemos la bondad. Jesús se mostró cercano, acogedor, se manifestó como el Hijo de Dios que ama incondicionalmente sin exlcuir a nadie, vino precisamente por los pecadores, vino a curar a los que estaban enfermos, se hizo cercano de la humanidad sufriente, se hizo solidario de sus hermanos. En un mundo que no quiere oír de Dios, que no quiere oír mensajes, que es muy de la imagen, hoy por hoy, si portamos nuestros signos externos, y vivimos el estilo de vida con radicalidad, no necesitamos grandes palabras para que la gente descubra para quien vivimos y a quién servimos, y por ello, les amamos y los servimos.
La iglesia desde sus inicios es una institución sacramental, organizada y estructurada. «Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo como una trabazón visible, y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia» (LG 8), para ello el Espíritu distribuye tanto los dones «jerárquicos» como los dones «carismáticos», estos últimos el Espíritu los otorga a los fieles en respuesta a determinadas exigencias del cuerpo místico, para el bien común y el crecimiento armonioso del cuerpo total de la Iglesia (Cfr. LG 4, 11, 12, 30, 50). Ambos son dones de Cristo a su Iglesia. El Espíritu, por medio de los dones jerárquicos y carismáticos, continúa y desarrolla la acción salvífica de Cristo en la Iglesia y la guía a la unión con Cristo y al Padre[4], de allí nuestra urgencia de ser signos creíbles.
Quien recibe del Espíritu algún don, «lo recibe y lo pone en ejercicio en cuanto miembro de la Iglesia, […] es simplemente Iglesia»[5] (Cfr. LG 12b). La vida religiosa contribuye en tal modo, como auténtico carisma, a que la Iglesia esté equipada para toda obra buena y preparada para su ministerio de edificación del cuerpo de Cristo. La Vida religiosa se introduce en el movimiento que el Espíritu imprime a la Iglesia para la realización de su obra de recapitulación, para instaurar el reinado de Dios, en continuidad con la obra de Cristo. Así, esta tensión escatológica propia de la vida religiosa hace este carisma en la Iglesia aún más significativo (Cfr. LG 45) Entre tantos dones del Espíritu éste es suscitado para[6] «dar testimonio manifiesto con el anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana» (GS 38).