El hombre, un misterio

 
Son muchos los estudios que tratan de interpretar la vida consagrada pero a veces no toman en cuenta, que primero se debe conocer quién es la persona humana, para luego considerar su vocación y su identidad. Con este presupuesto resulta conveniente primero analizar quién es el hombre con una antropología que dé un fundamento al conocimiento psicológico del mismo, para posteriormente aplicarlo a la vida religiosa.

Por consiguiente en este primer capítulo abordaremos los elementos antropológicos y psicológicos que están a la base de toda persona y por lo tanto no son extraños a los consagrados.

Elementos antropológicos
Una de las características de la persona humana considerada como misterio es la desproporción que experimenta en su interior, entre lo finito y lo infinito, entre lo corporal y lo espiritual, entre lo temporal y lo eterno. Esta desproporción se presenta en las distintas manifestaciones de la persona humana que no teniendo en sí la razón de su propia existencia, busca continuamente su realización en otro y en el Otro. Por eso «la alteridad es la expresión privilegiada e inevitable del límite y al mismo tiempo, de un infinito que no se deja circunscribir por el límite»[1].

Por esta experiencia, numerosos estudiosos a lo largo de la historia han intentado responder a la pregunta ¿quién es el hombre? En el intento por contestarla, la unidad de la persona humana se ha visto amenazada por una visión dualista sea bajo la forma de materialismo o de espiritualismo. Lejos de todo dualismo, la teología del Concilio[2] ha subrayado la unidad esencial del hombre a través de una antropología cristiana personalista[3].

Una primera constatación la encontramos en que el hombre se experimenta una unidad con una pluralidad de aspectos irreducibles entre ellos. Nuestro psiquismo y nuestra corporeidad están unidos y se condicionan recíprocamente. No existe una subjetividad humana separada del cuerpo; esto no es, ni puede ser para nosotros un objeto como son las cosas externas. Por nuestra dimensión corporal estamos inmersos en este mundo[4].

Siguiendo esta perspectiva, en este apartado trataremos de perfilar el ser humano en sus dimensiones personal, relacional, trascendente y su elevación a imagen de Dios, que en la visión cristiana es el eje en torno al cual gira la antropología.

El hombre ser personal y libre

La persona en su complejidad resulta prácticamente imposible definirla, es un misterio de tal profundidad que escapa a una plena comprensión. Siendo nuestro saber sobre el ser humano fragmentario, lo que sigue es sólo un intento para presentar algunas características que aparecen como elementos constitutivos de la «persona», cuyo vocablo nace al amparo de las disputas teológicas acerca de la Trinidad y la cristología.

En la definición de persona que Boecio propone (480-524) «naturae rationalis individua substantia», se afirma la substancialidad racional de la persona pero no se habla de su capacidad y necesidad de comunicarse[5]. La manifestación de la estructura trinitaria de Dios fue el paso más determinante en el desarrollo de una antropología cristiana completa. Es a partir de un Dios relacional en su naturaleza y del misterio de la Persona divina de Jesús verdadero Hombre y verdadero Dios, que Santo Tomás perfecciona la definición precedente con: «subsistens in rationali natura»[6], es decir, un subsistente individual de naturaleza racional intencionalmente abierto al absoluto y por lo tanto libre. Esta definición subraya de forma explícita la importancia de la relación interpersonal, en la que el «yo» se pone ante un «tú» humano pero también ante un «Tú» divino. El «yo» logra así descubrirse: por un lado, a sí mismo como sujeto activo y responsable de una relación, por el otro al «tú» – humano y/o divino – como sujeto rico en dignidad y portador de un valor que hay que descubrir y respetar[7].

Desde un punto de vista filosófico, esta capacidad relacional es inseparable del concepto de persona, como «ser subsistente»[8]. Esto significa que cualquier persona por su misma relacionalidad, es un ser autónomo y libre para decidir; es inteligente y consciente, capaz de reflexionar sobre sus propios actos, implicando que cualquier persona es un fin en sí misma y nunca puede ser usada como medio[9].

Este modo de entender la existencia humana, es el más alto que se pueda alcanzar. Porque de esta manera, la persona tiene una dignidad propia muy alta, que le viene del hecho de existir por sí misma y de la capacidad de relacionarse con los otros. Por eso, esta dignidad se extiende a toda la persona, tanto a su inteligencia como a su afectividad; es una dignidad personal, de la totalidad del individuo.

El concepto de persona también implica identidad, una identidad consigo misma, es decir, la capacidad de auto poseerse, que deriva de la verdadera libertad.

Esta es una dimensión inherente a la irrepetibilidad, a la absoluta unicidad de cada persona, que llamada por Dios a un «yo» inconfundible, debe responder personalmente a la invitación divina[10], porque «ser hombre significa pertenecerse como sujeto, en una manera fundamental e inalienable. En este sentido, ser hombre quiere decir ser libre. [...] la libertad, considerada formalmente, es la facultad del definitivo. La libertad designa el poder del hombre de hacerse, de darse una disposición, aprovechando sus posibilidades que son indefinidas»[11].

En otras palabras, la libertad no se limita a la capacidad que el hombre tiene de elegir una cosa u otra, sino que se extiende al control de la persona sobre una situación, de tal modo que su voluntad posee el dominio completo de sí y de los propios actos[12]. En este sentido, sólo el hombre – entre todos los animales – actúa libremente, porque sólo él sabe que sabe, o sea, sabe lo que hace y por qué lo hace.

Por medio de su capacidad cognoscitiva, el hombre ejercita un dominio evidente sobre su propio ser y sobre las cosas. Puede gozar de una autonomía que le permite destacarse de ellas o ir en su búsqueda de acuerdo a lo que conoce y estima como verdadero valor en sí. De ahí nace precisamente la libertad[13]. Por lo tanto, podemos definir la libertad del hombre como el poder que lo asiste para hacer lo que verdaderamente lo perfecciona, o sea, la capacidad para el bien y la orientación hacia el valor.

Como acabamos de mencionar, la libertad emerge de la misma naturaleza del hombre, de sus deseos y tendencias no realizadas, que lo obligan a confrontarse con la realidad. Pero utiliza su libertad en un contexto preciso, por lo tanto la libertad, aunque es auténtica, es siempre una libertad situada y condicionada[14].

De hecho, la libertad no se ejercita a partir de nada, sino a partir de las tendencias anteriores a ellas. Por este motivo nuestra libertad no se reduce ni consiste primariamente en la capacidad de elegir sobre uno u otro bien finito, sobre una u otra cosa exterior a nosotros mismos, sino en el optar sobre nosotros mismos, en el orientar nuestras tendencias y con eso configurar nuestro propio ser.

Por esta razón, la libertad tiende hacia la irreversibilidad. Porque aunque nuestras opciones libres sean en muchas ocasiones revocables, esto no significa que opciones precedentes no continúen a tener peso sobre futuras.

De otra parte, la tendencia a la definitividad hace que nuestra capacidad de opción libre sea tal de poder llevar a la destrucción la libertad misma[15]. Esto puede pasar cuando la configuración de nosotros mismos se realiza sin referencia a Dios y a la misma libertad originaria.

Las decisiones verdaderamente libres constituyen una respuesta a la llamada divina, un forjar nuestro ser ante Dios y de consecuencia nuestra verdad última. La libertad humana, para ser verdaderamente constructiva, debe ser una elección fundamental que escoja realmente al hombre, anteponiendo su verdad a cualquier objeto alternativo. Por lo tanto, como la capacidad de elección no se refiere directamente a la multitud de objetos anónimos, en la cual obrar opciones, sino a la persona misma, así el poder de decidirse no concierne paritariamente al bien o al mal, sino manifiesta su autenticidad sólo eligiendo el bien.

Una libertad que coincide con la constructividad supone no tanto el instinto cuanto la racionalidad. Cuando se elige, como fin último de la propia acción algo o alguien que no es la propia ontología, o sea, Jesús, el hombre se destruye así mismo. «No se puede definir la libertad como poder de elección sin inmediatamente precisar que tal elección debe necesariamente concentrarse en Jesucristo en persona»[16].

Como lo sintetiza el Papa Juan Pablo II: «La responsabilidad, indica la necesidad de obrar conforme a la verdad conocida. O sea, de acuerdo conmigo mismo. La libertad es un dinamismo por lo que el hombre conquista a sí mismo y en fuerza de eso, accede al Reino de Dios»[17].

Seguramente, desde un punto de vista teológico, «la única libertad absoluta es libertad a partir de Dios y hacia Dios»[18]. Nuestra opción sobre nosotros mismos, se hace opción por Dios, del cual y por el cual somos. De aquí que la libertad se ejercite y se realice para el bien en la participación a la libertad de Jesús, que se ha ofrecido por amor al Padre y a los hombres[19].

La libertad es un gran don sólo cuando sabemos usarla responsablemente hacia lo que es el verdadero bien. Cristo nos enseña que el uso mejor de la libertad es la caridad que se realiza en la donación y en el servicio[20]. Por eso, en la próxima parte consideraremos el presupuesto mismo del servicio, es decir, la relacionalidad del hombre, su capacidad y su necesidad de ser hombres con y por medio de otros hombres como Él.
1.2. El hombre, ser relacional
Una dimensión fundamental del hombre es su relacionalidad. Por su íntima naturaleza el hombre es un ser social[21], es decir, no hay hombre que no sea un «animal social».

En su apertura al otro (ad alium), experimenta su esencial finitud[22]. Pero su relacionalidad no se limita ni depende únicamente de la autoconciencia de su finitud. En efecto, como sustancia espiritual y libre, la persona no está encerrada en sí misma, sino que está abierta[23].

El otro, no es simplemente algo indistinto e indefinido – una primera consideración de la dimensión social nos viene por nuestra corporeidad – sino que indica rostros, palabras, gestos, interacciones a menudo complejas y dolorosas, choques con una diversidad irreducible; significa sentirse llamado de un modo personal y original y por lo tanto, sentirse responsable del otro y a la vez necesitado de la presencia del otro.

Si pensamos en la relativa impotencia en que se encuentra el hombre cuando nace, si lo confrontamos con la mayoría de los animales, cosa que acentúa su necesaria dependencia de los padres y de la sociedad en general; su falta de defensas hace necesaria para la misma sobrevivencia la incorporación en una cultura. Y de aquí, las consideraciones que podamos hacer a partir de la vida física se conectan con las que derivan de su dimensión psíquica y espiritual.

La cultura en la que se inserta el hombre por el hecho de haber nacido en un lugar y en un tiempo determinado deja sus huellas en él; con su nacimiento se incorpora en un mundo no sólo físico, sino también humano, que es anterior a él, que le transmite sus valores y sus contravalores, su mentalidad y un determinado modo de ponerse ante la realidad circunstante.

Por eso, nuestro desarrollo personal se realiza a partir de las posibilidades concretas que nos ofrecen quienes nos han precedido[24], ellos condicionan nuestro modo de ser, como nosotros condicionamos el de quienes vienen después de nosotros.

Pero, para los cristianos, tal socialización se realiza plenamente en el amor por los otros[25], que comporta el don total y sincero de sí hecho a la Iglesia, como Cristo lo hizo muriendo por ella. Es sólo este don total y sincero de sí que permite a la persona encontrarse plenamente consigo misma, creciendo en todos sus dotes, respondiendo a la propia vocación y contribuyendo al desarrollo de la sociedad[26].

Como lo recuerda el Papa Benedicto XVI en su carta encíclica Deus caritas est: «al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará “ser para” el otro»[27].

 El hombre, ser trascendente
Se acaba de ver como el hombre es capaz de relacionarse, de salir del propio ser para entrar en una relación con los demás hombres y con Dios[28]. Sin embargo, esta relacionalidad lleva frutos existenciales por medio de otra capacidad exclusiva del ser humano: la autotrascendencia.

Cuando un ser humano se relaciona con otro, puede hacer un don de sí mismo en el amor, que lo realiza en la medida en la cual el don mismo ha sido por una autotrascendencia teocéntrica (y no un instinto egocéntrico o filantrópico-social)[29].

Un don de sí verdadero, es un don que se basa en el amor y puede ser tal sólo si es «con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas»[30]. Por eso hay una relación entre capacidad de relacionarse y autotrascendencia, porque gracias a esta última el ser humano se orienta hacia el infinito como punto de máxima realización y plenitud, y al mismo tiempo hacia sus semejantes como apertura y salida de sí.

Esto implica que hay una progresión en esta capacidad de relacionarse: el hombre es un ser en relación, pero la relación la puede vivir con otro, con la realidad exterior y con Dios, según una continuidad que señala la calidad y el grado de realización de la misma capacidad de relacionarse.

Al mismo tiempo, esta relación se vive como una verdadera dinámica interpersonal, donde el «yo» que está llamado a entrar en relación con un «tú», tiene la capacidad de «ser para el otro», de querer el bien de su semejante o el suyo, y gracias a su capacidad de autotrascendencia, será capaz de quererlo y amarlo. Será auténtica entonces esta capacidad de relacionarse, cuando exprese auténticamente una relación de amor para el bien del otro.

La relación con Dios, por su parte, tiene un soporte ontológico, que no se necesita considerar como previo a esta relación, sino determinado por ella. Por el hecho mismo que Dios nos quiere para sí nos crea en este determinado modo. Así «el hombre, en su dimensión trascendente, no se concibe sin esta relación intrínseca con Dios»[31]. Es una experiencia primordial para el ser humano la apertura al Tú divino, aun cuando tal apertura se viera inhibida por las más diversas razones o se limitase a ser implícita o inconsciente, o incluso aunque fuese negada[32], es imposible substraerse a este encuentro, aunque es posible tratar de reducir su incidencia, por miedo o por cálculo interesado[33].

Esta relación, para los cristianos, no se establece con una entidad divina abstracta, sino con un Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo; un Dios que se manifestó en Jesús de Nazaret[34], que con su palabra y su vida, con una presencia que prosigue en el tiempo y en la historia, con una propuesta existencial que surge directamente de Él, pone a cada uno frente a la responsabilidad de una respuesta que no puede ser delegada[35].
- Búsqueda de sentido
Lo que acabamos de ver sobre la autotrascendencia explica por qué el hombre sólo saliendo de sí mismo encuentra sentido a su existencia, de lo contrario vive un vacío existencial que lo lleva a experimentar una sensación de desesperación y de insatisfacción en su vida personal[36]. Esta búsqueda implica disponer la vida del ser humano en un espacio y tiempo que la engloba y la trasciende para darle finalidad, propósito, estructura y función. El sentido implica trascendencia y la trascendencia proporciona el sentido, como lo expresa Víctor Frankl: «el ser humano se realiza a sí mismo en la medida que se trasciende».

En el hombre hay un «desiderium naturale videndi Deum»[37]. Así santo Tomás afirma que sólo Dios puede satisfacer la voluntad del hombre, «Dios es el que colma de bienes tu deseo»[38]. Ese deseo es un don de la gracia, pero también una conquista actuada a través de los estados de desarrollo que constituyen el proceso de crecimiento, a fin de realizar el deseo de amar teocéntricamente, en el que reside el fundamento de la vocación[39].

Desde el momento que el ser humano es «capax Dei»[40], no sólo es capaz de conocer a Dios y de orientar a Él la propia existencia, sino que puede hacer su proyecto de desarrollo humano en la plenitud que Dios le propone por medio de Jesucristo[41]. Esta tendencia lo impulsa a confrontarse con los valores objetivos autotrascendentes, o sea, morales y religiosos, que encuentra en su vida[42]. Pero el hombre busca a Dios partiendo de la situación existencial en que está inmerso. Radicada en las pulsiones, en la afectividad y en la estructura psíquica, por eso la fe se presenta siempre mezclada de intenciones netamente humanas[43].

El hombre, imagen de Dios
La condición humana de ser imagen de Dios es considerada en la teología actual como el centro de toda la antropología cristiana[44]. A partir de ella se pueden estructurar todas las verdades que la teología afirma acerca del hombre tanto en su relación con Dios, dimensión vertical del hombre, como en su relación con sus semejantes y el mundo, dimensión horizontal del hombre.

La perfección de la imagen en el seguimiento de Cristo descubre la dimensión histórica del hombre, en la que cada uno ha de realizar la gran tarea de su vida. Cada persona como tal, se explica y encuentra su origen en el hecho que está directa e inmediatamente ordenada a Dios. Dicha ordenación está inscrita en la misma persona, en cuanto que es hecha a su «imagen y semejanza»[45], fuente de toda dignidad.

La categoría de la imagen expresa la relación esencial del hombre con Dios, en un modo singularmente completo y profundo Dios invade todo el ser del hombre, y lo pone en relación consigo mismo, de esta forma, el hombre recibió una elevación sobrenatural, pero, puesto a la prueba, rechazó la amistad de Dios y, de consecuencia sufrió una profunda desorientación en el orden de su persona. Así la persona humana, lleva en sí las consecuencias y la herencia de aquella confusión. No obstante esta confusión, el hombre no ha perdido su identidad de imagen divina. Lo que él vale es decidido en última instancia de su relación con Dios.

A la luz del Nuevo Testamento todavía, la expresión del génesis adquiere un significado más profundo. Con la encarnación, Cristo hace visible la imagen del Padre porque Él es su imagen más perfecta[46], entonces, la perfecta imagen del hombre es Cristo. La vida cristiana, por su dimensión trascendente y divina, o sea, por su participación formal en Cristo a la misma vida de Dios, es un misterio en el sentido más fuerte y propio del término: comunicación personal de Dios Trino al hombre, inserción del hombre en Jesucristo y por el Espíritu, comunicación de la propia vida de Dios.

No se puede adherir a Cristo como al Señor y Salvador si no se comprende que se ha sido creado a imagen de Dios, que en cierto sentido se ha renunciado a esta imagen a causa del pecado pero en Cristo, imagen del Padre por excelencia, viene nuevamente instaurado el diálogo final con el Padre, por medio del Espíritu Santo, sin el cual el hombre no puede realizar su identidad existencial. El diálogo entre Dios y el hombre, es una de las características de la vocación cristiana que tiene su centro en Cristo[47].


[1] Imoda, F., (2001). Desarrollo humano, psicología y misterio. Salta: Universidad Católica de Salta, 117.
[2] Cf. GS 14-17.
[3] Cf. Fucek, I., (1993). La sessualità al servizio dell’amore. Antropologia e criteri teologici, Roma: Dehoniane, 79-85.
[4] Cf. Ruiz de la Peña J. L., (1992). Immagine di Dio. Antropología teologica fondamentale, Roma: Borla, 126-146.
[5] Cf. Martínez Sierra, A., (2002). Antropología teológica fundamental, Madrid: BAC, 108.
[6] Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, q. 29, a. 3.
[7] Cf. Cencini, A., (2004). Por Amor, con amor, en el amor. Libertad y madurez afectiva en el celibato consagrado, Salamanca: Sígueme, 304.
[8] Tomás de Aquino, Suma Teologica, I, q. 29, a. 3.
[9] Cf. Lucas Lucas, R., (1993). El hombre… Opus cit., 272.
[10] Cf. Ladaria, L. F., (1998). Antropología teológica, Asti: Piemme, 160.
[11] Metz, J.B., (1967). «Libertá», en H. Fries (Ed). Dizionario Teológico, Brescia: Queriniana, 302.
[12] Cf. Lucas Lucas, R., (1993). El hombre… Opus cit., 170.
[13] Cf. Alday, J. M., (1994). La vocazione consacrata… Opus cit., 52.
[14] Cf. Ladaria, L. F., (1998). Antropología… Opus cit., 161.
[15] Cf. Ladaria, L. F., (1998). Antropología… Opus cit., 161.
[16] Laudazi, C., (2007). Di fronte al mistero del uomo, Temi fundamentali di antropología teologica, Roma: OCD, 302.
[17] Frossair, A., (1984). No tengáis miedo. Conversaciones con Juan Pablo II, Barcelona, 103-104.
[18] Rahner, K., (1968). «Teología della libertà», en Nuovi Saggi I, Roma, 297-328.
[19] Cf. Ladaria, L. F., (1998). Antropología… Opus cit., 162.
[20] Cf. RH, 21.
[21] Cf. GS, 12.
[22]Cf. Lucas Lucas, R., (1993). El hombre…, Opus cit., 242; Cencini, A., (2003). Relacionarse para compartir. El futuro de la vida consagrada, Santander: Sal Terrae, 57.
[23] Cf. De Finance, J., (2004). A tu per tu con l’altro, saggio sull’alterità. Roma: PUG, XIV.
[24] Cf. Gatti, G., (1981). «La vocazione cristiana» en Favale, A., Vocazione comune e vocazioni specifiche, aspetti biblici, teologici e psico-pedagogico-pastorali, Roma: LAS, 227.
[25] Cf. GS, 24.
[26] Cf. GS, 24-25.
[27] DCE, 6.
[28] Cf. Cencini, A., (2004). Por Amor… Opus cit., 310.
[29] Cf. Rulla L., (2001). Antropología della vocazione cristiana II. Conferme esistenziali, Bologna: EDB, 202.
[30] Mt 22,37-39.
[31] Ladaria, L.F., (1998). Antropología…Opus cit., 142.
[32] Cf. GS, 19-21; CEC, 29.
[33] Cf. Cencini, A., (2003). Relacionarse… Opus cit., 58.
[34] Cf. DV, 2; CEC, 50-53.
[35] Cf., Cencini, A., (2003). Relacionarse… Opus cit., 58.
[36] Cf. Imoda, F., (2005). Sviluppo umano psicología e mistero, Bologna: EDB, 59; Pié-Ninot, S., (2002). Teología… Opus cit., 106.
[37]Tomás de Aquino, I-II, q.2 a.8c.
[38] Sal 102, 5
[39] Cf. Ridick J., dyrud J., (1997). «Training, insegnamento, transformazione nella formazione religiosa» en Antropologia Interdisciplinare e Formazione, Bologna: EDB, 247.
[40] CEC, 27.
[41] Cf. González, L.J., (2001). Psicología dei mistici… Opus cit., 93.
[42] Cf. Rulla, L., (1997). «Verso un’antropologia cristiana» en Antropologia Interdisciplinare e Formazione. Bologna: EDB, 286.
[43] Cf. Giordani, B., (1993). La donna nella vita religiosa. Aspetti psicológici, Milano: Ancora, 151.
[44] Cf. GS, 12; CEC, 356.
[45] Gén 1,27.
[46] Cf. Martínez Sierra, A., (2002) Antropología… Opus cit., 101.
[47] Cf. Rulla, L., (1997). Antropología della vocazione… Opus cit., 29.

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