“Firmes en la fe (Col 2,7). Los jóvenes consagrados, un reto para el mundo”.

El próximo miércoles, 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor al Templo, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Este año tiene un lema muy sugestivo: “Firmes en la fe (Col 2,7). Los jóvenes consagrados, un reto para el mundo”.
Ya hace años, durante el pontificado del Papa Pablo VI, en ocasión de esta fiesta se organizaba en Roma una celebración especial por los religiosos y religiosas, agradeciendo a Dios el don de la vida consagrada. Esta fiesta, en la que de manos de María y de José se cumplió la Presentación, esto es, la Ofrenda de Jesús al Templo, se ve como un símbolo de la ofrenda que los religiosos y religiosas hacen de su vida al Señor, en cumplimiento de aquella consagración a Dios arraigada en el bautismo y que los religiosos y religiosas concretan con un especial seguimiento de los llamados consejos evangélicos: la pobreza, la castidad y la obediencia.
Fue en el año 1997 cuando Juan Pablo II hizo extensiva esta iniciativa a toda la Iglesia y constituyó la actual Jornada Mundial de la Vida Consagrada, como jornada de tipo pontificio y universal. Es una buena oportunidad para dar gracias a Dios por el don que ha hecho y hace a su Iglesia y a la humanidad con la vida consagrada. Miles y miles de hombres y mujeres han decidido abrazar la vida consagrada, siguiendo la vocación que sentían en su interior. Son los monjes y las monjas, en sus monasterios de vida contemplativa. Son los religiosos y religiosas de vida activa, en sus comunidades, dedicados a apostolados muy diversos en la Iglesia. Son los miembros de los llamados institutos seculares, que actúan con una especial inserción en el mundo en el que viven también su consagración a Dios.
Todos ellos dan a la Iglesia y al mundo un admirable testimonio de entrega, del seguimiento radical de Jesucristo y de su estilo evangélico de vida, de llevar a plenitud su compromiso bautismal, cada uno según el carisma que ha recibido del Espíritu Santo.
Lo hacen con el voto de pobreza, que les da una especial libertad para entregarse más generosamente al servicio de los demás, sobre todo de los más pobres. Lo hacen con el voto de castidad, para amar todos con Cristo y como Cristo, con un amor universal. Lo hacen con el voto de obediencia, viviendo en comunidad y aceptando estar a disposición de la Iglesia para anunciar el Reino de Dios y servir a todos.
He afirmado que la vida religiosa es un bien para la Iglesia, pero se ha de añadir que también lo es para la sociedad entera. Un estudio sociológico reciente, hecho con metodología científica y dirigido por profesores universitarios, constata el gran servicio que los religiosos y religiosas hacen en Cataluña en ámbitos donde abundan las necesidades sociales.
Merece la pena que, el próximo 2 de febrero, todos demos gracias a Dios por la vida religiosa y a la vez le pidamos que continúe llenando con su gracia a estas personas y que suscite numerosas vocaciones a esta forma de vida evangélica. Que haya jóvenes que opten por esta forma de vida es un verdadero reto para el mundo actual en el que predominan unos criterios muy alejados de los que dan sentido y fecundidad a la vida de los religiosos y religiosas.


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